sábado, 21 de enero de 2012

Noche de diablos (parte 1/3). Los muchachos.

Los chicos han salido esa noche por nada en particular. No celebraban sus cumpleaños ni había fechas especiales entre ellos. Los tres se conocían desde que eran muy pequeños. Luego llegó Pete, amigo de Geraldo, de su paso por el correccional. Geraldo pasó allí dos años por atacar con un martillo al último novio de su madre, casi lo mata. Una vez dentro Pete le ofreció su protección a cambio de que le ayudara en un trabajo cuando ambos salieran. La alianza estaba hecha. Ahora que ya estaban fuera había que buscar un equipo para dar el golpe. Los amigos del barrio de Geraldo, Frannie y Doop-Joe, bastarían. Eran poco listos pero lo suficiente como para portar un arma sin que se les caiga de las manos, llevar un pasamontañas y no abrir la boca. Frannie era buen conductor.
Después de beber unas cervezas para sacudirse el nervio, montan en el viejo Buick del tío de Geraldo y van al almacen donde van a dar el golpe. Es muy de noche y había llovido, está oscuro y en la cabeza de Pete todo está claro. Espera no tener que utilizar las armas que le ha dado su hermano mayor, Mick. Mañana tiene que devolverlas sin haber hecho fuego con ellas, Mick se cabrearía mucho y ya no las querría. Tendría que pagar una buena suma por ellas. Un arma marcada era una condena segura.
El asunto salió mal desde el principio. El guarda y su ayudante debían estar dormidos para cuando ellos saltaran la valla. Solían agarrarse una buena borrachera cuando había partido, como aquella noche, pero aquella noche no había podido ser, no estaban solos. Su supervisor, el Jefe Grinaud, un hombre extraño, reservado y de gesto serio, no se había marchado a su hora, esa noche se quedaría a hacer inventario. Ed, el guarda, había intentado avisar a Mick pero su jefe no se había separado del teléfono ni dos metros. Ed estaba nerviosísmo y casi se caga encima cuando oyó a la banda de Pete acercándose a la garita. Los muy imbéciles estaban haciendo bromas y riendo según avanzaban. Eran tres para tres.
Su ayudante Smitty fue el primero en oirlos y sin hacer ruido se agachó y desenfundó su arma. Grinaud, rapidísimo, hizo lo propio y les ordenó mantener silencio y esperar agazapados en el suelo de linoleo de la oficina. A pesar del fuerte olor a comida podrida y orina de aquel lugar, Ed tuvo una revelación. Les habían tendido una trampa a los chicos, sólo así podía explicar la presencia de Grinaud a esas horas y la enorme semiautomática que guardaba bajo el abrigo. Además, esa semana apenas había estado por allí Alabaster, el socio de Mick en los muelles, le había notado muy esquivo con él. Sus ojos, nerviosos, se cruzaron con los del jefe y ambos supieron lo que estaba pensando el otro. Ed supo que no saldría vivo de allí, también era una trampa para él. No había crecido en los barrios del viejo Detroit para no darse cuenta de cuando se cocía algo. La igualdad de fuerzas se había roto.
Ed, con toda la agilidad que su enorme panza le permitía, se agazapa, le quita el seguro a su pequeña pistola negra y espera el siguiente movimiento de los muchachos, pero Smitty se adelanta, otro imbécil, piensa Ed. Grineaud le sigue, rapidísmo y les cortan el paso a los chicos que se detienen en seco sin entender nada de lo que está ocurriendo, Ed se da cuenta de que Grineaud no los quiere vivos, les increpa a gritos y les amenaza con su arma. Empiezan a discutir y suena un disparo. A Ed le salpica la sangre del hombro de Smitty que recibe un impacto en la escápula izquierda y se inclina hacia delante, todos se tiran al suelo y empiezan a intercambiar disparos prácticamente a ciegas. Al fin y al cabo, piensa Ed, no todo está perdido.
(Continuará)

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